Tres días en Rapa Nui*

Tom Dieusaert
4 min readNov 12, 2019

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Algo está a punto de pasar…

Ni bien despegó el Boeing 787 del aeropuerto de Santiago de Chile, caí rendido apoyado contra la ventanilla del último asiento de este Dreamliner. Al lado mío, mi compañero de vuelo un tipo enorme, musculoso, morocho con pinta de militar, también entró en coma, la cabeza apoyada atrás y con la boca entreabierta. Siempre me pasa –y no solo a mí — cuando me acabo de sentar en la butaca del avión y abrochado el cinturón, que debo luchar contra el sueño. Muchas veces me quedo dormido antes del despegue. ¿Será por la falta de oxígeno que circula adentro de la cabina? ¿O es porque finalmente dejé atrás el estrés que acompaña al viaje hacía el aeropuerto, hacer las valijas, el check-in, el embarque? Todas esas preocupaciones literalmente se quedaron en el hangar del aeropuerto, porque lo que habíamos presenciado en el hall del aeropuerto internacional Comodoro Arturo Merino Benítez (o Pudahuel) aquel día domingo 20 de octubre, era un flor de quilombo.

Caos en Pudahuel

La noche anterior, el gobierno chileno había decretado un toque de queda, luego de las protestas callejeras de viernes y sábado. El sábado a la noche el gobierno prohibió directamente la libre circulación, con excepción de aquellos que podían obtener y mostrar un salvoconducto. Un efecto de esta medida improvisada era que los pilotos, mecánicos y auxiliares de vuelos simplemente no pudieron llegar al aeropuerto y se tuvieron que cancelar decenas de vuelos. Otros vuelos se retrasaron, como el nuestro, 3 horas, teniendo en cuenta la situación un problema de lujo. El domingo a la mañana el aeropuerto Pudahuel desbordaba de gente.

Muchos se habían quedado a dormir en el piso o entre las mesas de alguna cafetería, otros llegaban con la vana esperanza de poder embarcar en un vuelo ya cancelado. Mucha gente se amontonó alrededor de los counters (que quedaban vacíos hasta las nueve cuando el personal de Latam empezó a llegar a cuentagotas) gritando y levantando sus valijas arriba de las cabezas para tratar de hacer un drop-off de equipaje. Las escenas eran apocalípticas, parecidas a estos eventos religiosos en Qom, Mecca o Amritsar donde las masas de creyentes exaltados empujan a los otros fanáticos, dejando un saldo de decenas de muertos por asfixia. No se presagiaba nada bien la situación, la situación se estaba degradando rápidamente.

Las que realmente trajeron la calma eran las auxiliares de vuelo, que fueron aplaudidas cuando llegaron a las diez con sus uniformes planchados, peinados perfectos y tacos altos y plateados, atendiendo a la gente histérica con un aire imperturbable. Una de esas me ayudó y me dejó saltar la fila y pesar las 14 valijas de mi grupo de turistas holandeses que tenía a cargo. Pasamos por el ojo de la aguja. Zafamos pero estábamos todos en el avión, en la parte trasera, con mucho lugar (muchos otros supongo que perdieron el vuelo) y aliviados, atravesando esa enorme masa de agua que es el Océano Pacífico.

Paaseiland

Mis turistas habían venido por eso. Las cataratas de Iguazú, Salta y el desierto de Atacama habían sido solamente unos bocadillos antes del plato fuerte que era la misteriosa Isla de Pascua. Algunos me confesaron que por años habían estado escaneando websites de agencias de viajes holandesas para encontrar un viaje grupal a la Isla de Pascua y ahora mi agencia lo ofrecía aunque rápidamente dio de baja la oferta, ni bien llegaba a la cantidad suficiente, porque los vuelos se llenan al toque. Así que ahora había un ambiente jubiloso en la cabina. El viaje ya era un éxito, luego de la angustia de los días transcurridos, donde varios pensaban — no sin razón — que no iban a poder salir de Santiago.

Yo dormí un rato y luego me desperté. Tenía la sensación de que alguien cerca a mí estaba en estado flatulento, aprovechándose del anonimato y del aire acondicionado, pero ni eso pudo atenuar mi buen humor por estar viajando, volando y además sabiendo que cumplí con creces la tarea para la cual fui contratado (gracias a una aeromoza benevolente y la buena suerte). Parte de mi estado zen también se debía al hecho que realmente no tenía idea de lo que venía.

Arriba de la gran nada

No tenía expectativas algunas sobre la Isla de Pascua. Nunca me había llamado mucho la atención ir a ver la isla con las estatuas de piedra, además porque ese viaje implica seis horas de vuelo en medio de la nada sobre el Pacifico. Un viaje largo y poco ecológico por cierto, un capricho digamos, pero como no soy nadie para decir no al trabajo ofrecido, dije que sí a la propuesta de acompañar a este grupo.

La isla de Pascua quizás es lo más conocido por las teoría esotéricas que la rodean, teorías de Ovnis y extraterrestres y eso desde ya me parece muy poco interesante. Alguien esculpió unas estatuas grandes, gigantes. Bien. Fantástico. Felicitaciones. ¿Por qué tienen que crear tanto revuelo sobre eso? Claro, todos esos programas berretas como National Geographic o Discovery Channel que empiezan con un montón de preguntas de un presentador en voz alta, seguidas por unas entrevistas dobladas en un español trucho con un arqueólogo e interrumpidos por comerciales anunciando el programa de la próximo semana (“El tiburón blanco… ¡el último predador!”), para finalmente terminar con voz grave diciendo algo como… “¡la Isla de Pascua sigue siendo un gran enigma!” “los Moais aún no han revelado su profundo secreto”, “¿alguien, algún día, podrá levantar el velo del misterio?”.

*(primera entrega de tres)

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Tom Dieusaert
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Written by Tom Dieusaert

Reporter. Writer. South America. Twitter @argentomas. Recently published “Rond de Kaap: Isaac le Maire contra de VOC".

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