La isla remota*
Durante el largo vuelo desde Santiago estoy acompañado por un libro de un historiador chileno, Oscar Bermúdez, en el que habla sobre el salitre en la región del desierto de Atacama. El salitre es un mineral que se encuentra en la superficie del suelo en el nitrato que, una vez refinado, se utilizó también en la fabricación de pólvora. De modo que cada vez que había una guerra, la producción se expandía, aunque a principios del siglo XX perdió importancia por la invención del amoníaco que se obtiene por electrólisis. Este libro cuenta un poco los pormenores del proceso industrial, de las empresas que se asentaron en la región del norte y cómo refinaron el producto; esperaba leer más sobre la guerra del salitre, que estalló alrededor de 1888 entre Chile por un lado, y Bolivia y Perú en el otro bando, donde los últimos dos países perdieron grandes porciones de sus territorios. Desde esta guerra, Bolivia se quedó sin salida al mar, y Chile se hizo de dos provincias nuevas: la llamada Región I y II con las ciudades de Arica, Iquique, Calama y Antofagasta. Más importante quizás que la adquisición de nuevos territorios fue que Chile, desde aquella guerra, definitivamente se erigió como una potencia militar y minera.
El salitre fue el mineral –hasta la llegada del cobre– que más dinero aportó a las arcas chilenas a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Anteayer sobrevolamos la región, desde Calama hasta Santiago, y es una tierra árida, marrón-rojiza, casi marciana, despojada de vida humana. Uno se pregunta por qué alguien quisiera vivir en esas regiones inhóspitas. En las fotos del libro de Bermúdez se ven obreros con el torso desnudo, algunos con sombrero, frente a las instalaciones mineras –tolvas, bandas transportadoras, carretillas– y uno se pregunta de nuevo dónde encontraron gente que quisiera trabajar bajo el despiadado sol, haciendo un trabajo manual en el ambiente más seco del planeta. Como era de esperar, a principios del siglo XX, hubo algunas huelgas en contra de las condiciones laborales inhumanas. Los obreros exigieron de ser remunerados con dinero en vez de vales para la tienda del patrón, donde se gastaban todo en alcohol.
Anexado por Chile
En el mismo periodo, en el año 1888, Chile también anexó a la Isla de Pascua a su territorio. Aparentemente, los habitantes de esta isla remota estaban muy debilitados por enfermedades introducidas por los occidentales y los ataques de piratas peruanos. Accedieron a una especie de tratado de amistad, que aunque no fue entendido tal cual por los caciques locales, terminó siendo una cesión de soberanía, perdido entre la semántica de las palabras y las interpretaciones de las letras chiquitas de las leyes fabricadas por constitucionalistas.
Tengo la sensación de que la relación hoy entre Chile y la isla de Pascua es parecida a la de todos los países grandes que tienen alguna isla lejos de su territorio sin algún vínculo territorial ni étnico. Como es el caso de la Caledonia francesa, San Andrés (Colombia), Curazao (Países Bajos) o incluso Puerto Rico (E.E.U.U.). La población de la isla, con cierta regularidad, exige la independencia, pero poco convincentemente, porque a la vez no les conviene separarse del todo, puesto que necesitan a la nación tutora por cuestiones de logística. Independientes, estas islas, no serían viables económicamente. De hecho, en este caso, la única conexión que hay entre la isla perdida en el medio del océano Pacífico son los aviones de Latam que aterrizan dos veces por día, uno de ellos que sigue su rumbo hasta Tahití. Según escuché, hay una tarifa promocional para los isleños.
También escuché de alguno de mis pasajeros –quienes parecen saber más sobre Isla de Pascua que yo– que es el lugar más remoto en el planeta Tierra. Por algo dicen los habitantes que Isla de Pascua, o Rapa Nui –como es conocida por los aborígenes–, es el ombligo (para no decir otra cosa…) del mundo. Si bien étnicamente los habitantes de Isla de Pascua pertenecen a la polinesia, Tahití y la Polinesia francesa quedan a más de 4.000 kilómetros, es decir, seis horas de vuelo. Por otro lado, son más de 3.000 kilómetros para llegar a la costa de Chile. Rapa Nui está lejos de todo y eso es parte de su atractivo. Es algo que difícilmente se pueda describir, porque uno tiene el concepto abstracto de lo que es una isla desolada, lejana (como lo puede ser Juan Fernández, la que inspiró a Daniel Defoe para escribir Robinson Crusoe), pero otra cosa es experimentar la sensación de ver, después de seis horas en el avión, resurgir de la nada unos acantilados –como los de Dover, Inglaterra, pero negros– y observar el oleaje salvaje del Pacífico golpear una playa rocosa más abajo. Sobre los acantilados, hay una meseta con una pradera verde limitada detrás por un bosque de eucaliptos, y supongo que ahí va a estar la pista de aterrizaje, porque ya estamos volando muy bajo.
Ahora, con los anuncios del comisario a bordo de abrochar cinturones, se incorporó el pasajero a mi lado y le pregunto si para él también es la primera vez que viaja a la isla. “No, yo soy de aquí,” me dice. O sea, acá al lado mío tengo un rapa nui genuino y podría haber aprovechado todo este vuelo para conversar, pero me acabo de enterar un par de minutos antes de bajar del avión. Ahora todo tiene más sentido: el hombre a quien equivocadamente había tomado por un militar o un policía –una especie de Tom Cruise recargado, tiene ese cuerpo impresionante y musculoso, como un rugbier de los All Blacks– se llama Luis y trabaja en el aeropuerto local de Mataveri, en el área de seguridad y rescate. Cuando le cuento que acabo de publicar un libro sobre accidentes aéreos, nos enganchamos en una vívida conversación sobre el tema. Él me cuenta que en una época, cuando vivía en Antofagasta, le tocó rescatar a una tripulación luego de un accidente con un avión militar. Luego le pregunto sobre las costumbres de la gente local y las relaciones con los chilenos, si es verdad que los locales pueden viajar al continente a una tarifa preferencial. Luis me confirma que sí, “pero igual, la mayoría de los Rapa Nui no tiene mucho interés en ir al continente”. Nos intercambiamos teléfonos para quedar en contacto mientras el avión se va vaciando de pasajeros; estamos en la última fila y los pasajeros ya se levantaron todos.
Lost (Suit)Case Scenario
La llegada a Rapa Nui es hermosa y familiar a la vez. Uno baja de la escalera a la pista sintiendo el sol y el viento seco y cálido del Pacífico, y camina hacia la terminal aeroportuaria de Mataveri, que parece una terminal de ómnibus de mediano porte. Al costado, ya hay esculturas y símbolos de la cultura Rapa Nui que llaman la atención y algunos turistas ya empiezan a sacar fotos. Está buenísmo llegar así, de forma artesanal, y no por un túnel de embarque; todavía uno se siente un poco pionero, aunque millones de turistas nos han precedido.
Y también se siente familiar porque la llegada hace pensar en una película de Elvis en la que este, ni bien baja del avión en Hawaii, es recibido por unas chicas que le ponen una guirnalda de flores leis en el cuello. El occidente acá se encuentra con la pureza e inocencia polinesia, mitificada en el trabajo de Margeret Mead sobre la sexualidad en Samoa. Chicas con los pechos desnudos, polleras de paja e invariablemente sonriendo.
A nosotros también nos esperan con una guirnalda de flores a la salida del aeropuerto: no una virgen hawaiana sino nuestro guía, un lugareño cuarentón y fortachón quien me cuelga las flores en el cuello. Habla con un vozarrón y pone mucho énfasis en sus palabras, como si hablara especialmente claro para que lo entienda un extranjero. “Buen día, soy Terangi, su guía, la camioneta los está esperando”.
Detrás de mí hay una confusión porque las dos señoras –las más densas del grupo, por cierto– han perdido sus valijas (no fueron embarcadas a tiempo en Santiago) y una se larga a llorar. “¡Tengo mis medicamentos adentro!” solloza. “¡Siempre yo, por qué siempre yo…!”. Le digo al guía que me espere un rato porque tengo que llevar a las señoras a hacer el reclamo; le pido que, mientras, lleve al resto del grupo a la camioneta y al hotel, y que me busque después. “A propósito: ¿cómo era tu nombre?”, le pregunta. “Te-Rán-Gi” me dice con ahínco y con cara de ofendido porque ya olvidé su nombre.
Multitasking entre las dos señoras (la otra me dice en privado: “¿pero cómo carajo se le ocurrió meter sus pastillas en la valija? ¡Eso hay que tenerlo siempre en tu equipaje de mano..!”) me despido resto del grupo, y nos dirigimos a otra sala del pequeño aeropuerto Mataveri, donde está en el check-in y el área de los reclamos, y trato de pensar en una ayuda mental para acordarme el nombre del guía, totalmente exótico para mí, y evitar un posible conflicto. Empieza con Tera, como terabyte, me digo. Bien, sólo tengo que pensar en un disco duro externo.
Mientras tanto, estoy llenando un formulario, cautivado por la belleza de las aeromozas rapa nui de piel canela y sonrisa casi mística. Una tal Dominique (¡ay, la canción de Sor Sonrisa: Dominique nique nique… suena en mi cabeza!) firma el papel con una actitud respetuosa y natural, para nada apurada o molesta. Uno siente que realmente quiere ayudar y no está cumpliendo un proceso burocrático. Espero secretamente que este trámite no termine nunca y que jamás encuentren las valijas para que tenga que presentarme infinitas veces, pero Terangi me despierta de mi delirio. Ya volvió –como había dicho– en diez minutos. Le digo a la señora de los medicamentos que vayamos al hotel, que tendremos noticias de la valija mañana, como me acaban de asegurar Dominique y la otra belleza exótica que la acompaña, ya que vendrán con el primer (y único) vuelo de Latam que deberá llegar mañana cerca de las 14 horas.
La señora holandesa no me quiere decir de qué se tratan los medicamentos (luego me entero que es algo que ayuda a la digestión) y como en todo el viaje ya se mostró muy reticente a gastar dinero, me imagino que no va a querer comprar los medicamentos acá… “No, seguro que no los tienen, y van a ser carísimos” dice autosaboteándose con antelación. “Voy a esperar, y nada… estaré sin mis remedios,” dice con una cara triste. “Pero las aeromozas me acaban de decir –le quiero mejorar el humor– que la compañía en estos casos reembolsa unos 40 dólares a las personas para poder comprar ropa básica como una remera o ropa interior… siempre y cuando guarde la factura de compra”. “Eso no hace falta” dice firmemente la otra señora, que tiene unos 78 años, pero es bastante más resoluta que la otra. “Hasta mañana aguanto, y si no, lavo la ropa a mano. Y ahora, al hotel”.
Esto me gustó y seguimos a Terangi al bus para que nos lleve al hotel, que queda al costado de la pista de aterrizaje.
(para leer la primera parte de Rapa Nui, hacé click acá)