El Manifiesto Ecologista: Capítulo 1.

Tom Dieusaert
10 min readJul 21, 2021

El sistema capitalista del siglo XIX no desapareció, se ha transformado

¿Por qué elegí tomar como referencia el Manifiesto del Partido Comunista para analizar las raíces de la crisis ecológica? ¿No ha sido bien enterrado el comunismo como sistema económico? ¿No han salido todos los gobiernos marxistas de la escena, luego de haber montado aparatos burocráticos y sistemas represivos, para sostener economías de planificación inviables e ineficaces, en comparación con la pujanza de los sistemas liberales?

El Manifiesto del Partido Comunista, aquel breve texto escrito a mediados del siglo XIX, sigue siendo un análisis acertado y claro sobre el cambio económico que nos trajo la industrialización y la gloriosa victoria del capitalismo burgués sobre el sistema feudal. Marx y Engels pronosticaron la derrota del capitalismo porque lo vislumbraban insostenible a largo plazo. Sin embargo, el Manifiesto erró en sus predicciones sobre el fin del capitalismo.

Algunos desaciertos de la predicción comunista

Los autores del Manifiesto comunista se enfocaron en la cuestión social, en la sobreexplotación de la clase obrera o proletaria. Entendieron claramente que la rapacidad del capitalismo feroz es inhumana, no sustentable (para utilizar un término moderno), pero pusieron el énfasis en una contradicción social que, de acuerdo con su perspectiva, inevitablemente iba culminar con una revolución.

Hoy en día ese capitalismo burgués está más vivo que nunca. Se ha transformado mucho más de lo que Marx y Engels se podrían haber imaginado. Sin ir más lejos, miremos a China: con sus más de mil millones de habitantes pasó de ser un bastión comunista al ejemplo más llamativo del capitalismo más extremo. El proletariado no pudo derrotar a la burguesía; más bien el proletariado se transformó en consumidores o pequeña burguesía.[1] Si bien el capitalismo ha construido una sociedad básicamente desigual, no ha implosionado por una revolución social. Pero la destrucción del ambiente es un mal peor, porque sin ambiente no hay economía o sociedad: no hay directamente humanidad.[2]

Si el sistema capitalista de 2021 ha llegado a un punto de inflexión definitivo, de modo tal que está poniendo en jaque al sistema capitalista mismo, no ha sido por la sobreexplotación laboral y social, sino por la sobreexplotación de recursos.

El humano cortapasto: la concepción del hombre blanco versus la del indígena

Sobrevolando la pampa argentina, rumbo a Buenos Aires desde la Patagonia, veo que a medida que nos acercamos a la capital el paisaje está “cortado” en pedacitos cada vez más pequeños. Esta imagen me hace pensar en un texto que leí sobre el pueblo bribri, de la costa caribeña de Costa Rica. El hombre blanco, el inmigrante costarricense que se empezó a establecer en aquella zona desde el siglo XIX, según los habitantes originales, se parecía a las hormigas cortapasto. El hombre blanco tiene una energía incansable, trabaja de sol a sol para cultivar la tierra y armar su casa con ladrillo y cemento; pero a la vez, en su afán de progresar y moldear el mundo, destruye la naturaleza a su alrededor. Para el americano autóctono, el hombre blanco parecía una de estas hormigas tropicales que hacen un camino en el pasto selvático y arrasan con todo.

El hombre cristiano tiene como tarea divina dominar y transformar el mundo a su alrededor.[3] En la corriente protestante del cristianismo se agudizó ese pensamiento. El sociólogo Max Weber describió claramente la relación entre el nacimiento del capitalismo y las corrientes protestantes que desde fines del siglo XV fueron desplazando al catolicismo reaccionario.[4] No es casualidad que la época de los grandes descubrimientos en el siglo XVI, que dio inicio a la economía “globalizada”, fuera de la mano con el auge del protestantismo. Desde ese siglo en adelante, para el hombre occidental “trabajar” fue sinónimo de “hacer dinero” y “amasar fortunas”.

Pero a la vez este tipo de “trabajo” destruye todo a su paso. El bribrilo miraba desde lejos. Inmerso en su cosmogonía, de acuerdo con la cual solo se levantaba para tomar lo que le hacia falta (una situación que también lo hace débil ante las fuerzas de la naturaleza), ve al hombre blanco y su insaciable sed de siempre querer más, o lo que hoy llamaríamos armar su zona de confort, un espacio previsible y controlable.

Es interesante también que en la región que estuve sobrevolando, la Patagonia, pasó exactamente lo mismo que en Costa Rica. Solo que a mayor escala. Millones de hectáreas de tierra donde vivían pueblos originarios fueron privatizadas y repartidas entre unos pocos capitalistas a finales del siglo XIX. Sin duda, los gobiernos argentinos y chilenos de turno apoyaron esta movida porque les convenía por razones geopolíticas poblar estas tierras con colonos (en realidad, eran más que nada rebaños gigantes de ovejas) y así respaldar sus reclamos de soberanía sobre los territorios del fin del mundo.

Las grandes estancias y los miles de kilómetros de alambrado no hicieron otra cosa que reducir el hábitat del americano autoctono y su mayor fuente de sustento, que era la “llama salvaje” o guanaco.[5] No solo se exterminó a los indios, sino que se destruyeron miles de hectáreas de bosque nativo, reduciendo el hábitat de los guanacos y el coto de caza de los pueblos originarios, para convertir estas tierras –hoy que la lana ya no tiene valor– en un desierto. No tiene mucho sentido caer en la melancolía o destacar el modo de vida de pueblos desaparecidosque apenas conocemos, porque el daño ya está hecho y, además, en la historia humana ha sido una constante que los pueblos menos desarrollados tecnológicamente fueran conquistados o desplazados por otros más agresivos.

Lo más interesante (que no debemos perder de vista) de lo que pasó en la Patagonia hace más de cien años es cómo cambió el concepto de la propiedad: para el indio la tierra no tenía dueño. La tierra pertenecía… a la tierra. Así que tenemos que ser conscientes de que nuestra concepción de la propiedad absolutaes relativa y necesaria para que el sistema capitalista funcione. Un axioma del capitalismo es que no haya interferencia a la propiedad privada, con un uso soberano. Nadie le puede decir a uno qué hacer con la propiedad, a menos que al hacer uso de su propiedad uno incurra en daños a la propiedad colectiva o de otro.

Es cierto que los indios de la isla de Tierra del Fuego, los selknam, estaban divididos en clanes; cada clan controlaba una parte de la isla y a veces se peleaban cuando incursionaban en el territorio de otro. La territorialidad es un atributo natural de todo mamífero y de todo pueblo en la Tierra. Los agrimensores y los escribanos, en cambio, son inventos del hombre blanco. La propiedad inalienable de la tierra medida y registrada además es un pilar fundamental de la economía burguesa y del capitalismo.

En vez de clases sociales, existen condiciones laborales

Marx y Engels analizaron el capitalismo burgués especialmente desde su composición social. La necesidad de dividir y nombrar cada estrato de la sociedad, seguramente bajo influencia de las ciencias positivas,[6] los llevó a determinar clases sociales e incluso subclases.

Desde el principio de la historia, nos encontramos siempre la sociedad dividida en estamentos, dentro de cada uno de los cuales hay, a su vez, una nueva jerarquía social con grados y posiciones. En la Roma antigua eran los patricios, los équites, los plebeyos, los esclavos. En la Edad Media eran los señores feudales, los vasallos, los maestros, los oficiales de los gremios, los siervos de la gleba, y dentro de cada una de estas clases, nos encontramos también con matices internos.[7]

Claramente, para Marx y Engels hay una división que es causada principalmente por la dependencia económica. Puesto que el motor de la economía capitalista es la plusvalía, los autores del Manifiesto comunista dividen la sociedad contemporánea en dos clases, la clase que se aprovecha de la plusvalía y la otra, que la padece.

Hoy y cada vez más abiertamente, toda la sociedad tiende a separarse en dos grandes grupos de enemigos, en dos grandes clases antagónicas: la burguesía y el proletariado.[8]

Uno de los desaciertos del pensamiento marxista es que los individuos pertenecen permanentemente a una clase y, además, que el pertenecer a esta clase les atribuye ciertas cualidades morales. Nuestro sentido de justicia nos hace simpatizar con el oprimido (“el bueno”) y criticar al capitalista burgués como una suerte de opresor que, en su afán de buscar la ganancia, no se inmuta al exprimir al proletario. Es muy cierto que gozar de la plusvalía, acumular riquezas, y la consecuente posición de poder, o bien padecer la falta de oportunidades define la posición económica de un individuo en la sociedad. Pero hay miles de “microrrelaciones” entre las personas de diferentes clases, en las que uno se aprovecha más o menos del trabajo del otro.

Así, la clase social, como un grupo de personas, como si fuera un gremio con intereses compartidos, no existe y si existiera sería imposible de definir quién pertenece a cuál grupo.[9] Por lo menos, de forma permanente. Esto se debe a la movilidad social vertical que caracteriza a nuestra sociedad.

Las clases sociales son cambiantes y dinámicas

Tomemos como ejemplo a un taxista que trabaja con un automóvil rentado. El dueño del taxi está gozando de la ganancia que deja la inversión del vehículo, mientras que el que maneja trabaja para el dueño. El dueño va a exigir una suma diaria al chofer, lo que le va a permitir pagar su inversión y todos los gastos que genera el auto. Posiblemente el chofer ganará lo suficiente para pagar sus cuentas (un alquiler, ropa, comida, gastos varios) y, si tiene suerte, va a poder ahorrar para comprarse un vehículo propio.

Según la teoría marxista este taxista estará condenado a trabajar toda la vida para el patrón, sin nunca poder comprarse un vehículo propio. En realidad, puede haber muchos escenarios: el taxista logra comprarse un auto propio y lo “pone a trabajar”, y se convierte él mismo en un inversionista o un “miniburgués”. Es posible que el dueño del taxi haga una mala inversión en un vehículo o que se abra la importación de vehículos usados, que suban los precios de los repuestos y que él termine manejando su propio taxi para solventar los gastos: un “autoexplotado”, pues. Es decir, hay una infinidad de posibilidades y posibles cambios en las relaciones laborales de un momento para otro. En la especialización de los trabajos[10] siempre hay un margen para que un individuo se aproveche del trabajo del otro, realizando una ganancia o una plusvalía[11]. En una estructura de una empresa jerarquizada esta plusvalía está establecida: un jefe ganará más que su colaborador, lo que no significa que el colaborador no pueda hacer carrera y llegar a ser jefe él mismo en algún momento.

Volviendo al ejemplo del taxista, lo menos probable es justamente el escenario marxista: una revolución donde los taxistas choferes se organizan para, con violencia, despojar a los dueños de sus vehículos, la llamada dictadura del proletariado, que es temporal, como paso previo a un sistema comunista donde los medios de producción estén en manos de la sociedad, o sea, donde los taxis sean propiedad común de los taxistas.[12]

Armar una revolución pocas veces en la historia ha salido bien. En estos 173 años desde la publicación del Manifiesto comunista, nunca hubo una revolución en donde la dictadura del proletariado terminase por establecer la sociedad comunista perfecta. Hubo revoluciones famosas, como la Comuna de París (1871), la Revolución mexicana (1910), la de Octubre en Rusia (1917) o la Revolución cubana (1958), pero solo terminaron por allanar el camino a otros grupos (reaccionarios), dictadores o sistemas burocráticos. En muchos casos los regímenes fueron peores que aquellos a los que pretendían suplantar, restringiendo la libertad de los ciudadanos para imponer sistemas autocráticos, paternalistas o dictatoriales.

[1] Obviamente hay que ver a los autores del Manifiesto comunista en la luz de su época. Eran filósofos. Eran hijos del positivismo. Pensaban en construcciones abstractas, como la visión positivista de la historia (el materialismo histórico): la historia como un camino irreversible e inevitable, según la dialéctica hegeliana. Quizás el error más grande del materialismo histórico fue pensar que la historia era perfectamente previsible y no dependiente del azar, o incluso que podía cambiar su cauce por el accionar del hombre libre, dueño consciente de su destino.

[2] Engels y Marx vivían en plena Revolución industrial, un mundo para los hombres, donde las otras especies no figuran o cumplen una función utilitaria. De hecho, nosotros, general e instintivamente, dividimos a los otros animales en tres grupos: 1) los nocivos, peligrosos, como ciertos insectos o roedores que hay que erradicar; 2) los útiles y los comestibles, como abejas, vacas, liebres, cerdos y pollos; 3) los que sirven para mascotas: desde caballos hasta hámsteres.

[3] Hay una contradicción en la relación del humano con el trabajo: por un lado, el trabajo le hace bien a uno, lo hace sentirse realizado, lo aleja de las tentaciones nocivas producidas por el ocio, pero el trabajo como acto creativo debería ser constructivo, no destructivo.

[4] El nacimiento del capitalismo no por casualidad sucedió en el norte de Europa (países mayoritariamente protestantes), como los Países Bajos e Inglaterra, y tomó fuerza por inventos como la primera bolsa de valores (1531) en Amberes (actualmente Bélgica).

[5] Es muy parecido a lo que pasó en EE. UU. en el siglo XIX, cuando extinguieron a los bisontes y redujeron el hábitat de los pueblos nativos norteamericanos.

[6] El positivismo no solamente impulsó la ciencia, sino también las mal llamadas ciencias sociales, como la sociología, las ciencias económicas, la psicología, el derecho, etcétera. No se trata de ciencias, sino de sistemas de pensamiento que, por cierto, generan mucho menos consensos y resultados previsibles que las ciencias reales.

[7] Marx, C. y Engels, F.: El manifiesto comunista, traducción y notas de Santiago Gómez Crespo, Barcelona: Pravda, 2013, p. 9.

[8] Ídem.

[9] Queda la cuestión: ¿cómo se dividirán las clases sociales?, ¿según la cantidad de impuestos que paga cada uno? En Colombia, por ejemplo, se maneja ese concepto de estratos sociales –de 1 a 6– para ver qué servicio corresponde a qué estrato y cómo el Estado puede intervenir para generar suministro de agua, cloacas, acceso a Internet. etcétera. Pero esto no deja de ser una división administrativa que en cualquier momento puede cambiar. ¿Y qué hay de los que logran evadir impuestos?

[10] En la teoría marxista la explotación de un hombre por otro, la base del capitalismo, empezó hace unos diez mil años con la transformación de una sociedad de cazadores y recolectores en agricultores. Entonces se vieron los primeros esclavos, por ejemplo, en los molinos. Por otro lado, sin la especialización, tampoco hay progreso de la humanidad.

[11] La ‘plusvalía’ literalmente quiere decir ‘valor agregado’, independiente quien lo realiza o quien se aprovecha del valor agregado. La teoría marxista se apoderó de este término y lo redujo ‘como el valor del trabajo del obrero que crea un plusproducto, del cual se apodera el empresario’. Según el marxismo, el empresario o empleador no puede generar ningún valor agregado.

[12] No digo que eso –una cooperativa de taxis — no sea una opción viable. Pero las organizaciones de este tipo son claramente una minoría y tienen un fin distinto de generar ganancia o plusvalía. Veremos este tema más adelante.

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Tom Dieusaert

Reporter. Writer. South America. Twitter @argentomas. Recently published “Rond de Kaap: Isaac le Maire contra de VOC".