El Encargado
Hoy, alrededor de las 7 de la mañana, cuando caminé por la vereda, me encontré con un fenómeno muy extraño pero muy común en el barrio de Palermo Nails. No es mi costumbre ser tan madrugador, y de hecho no era por disciplina si no por jetlag que estaba despierto tan temprano. El sol aún no había salido, no había mucha gente en la calle y los únicos que veía eran los encargados que estaban rociando las baldosas con sus mangueras. Se reconoce a un “encargado” por su traje marrón — de la marca Ombú — y por el llavero atado al cinturón por una hebilla metálica. Hombro a hombro, como el Soldado de la Independencia, cada uno lucha en frente de su edificio por limpiar cada azulejo de la vereda, algunos con un chorro de agua sostenido y potente, otros más bien con una lluvia refrescante que sale de una pistola dispersadora, del tipo que usan para regar las flores.
Con esta manguera-pistola, uno estaba rociando un arbusto en frente, una especie de ficus confinado por uno cerco de ladrillos, y de paso me mojaba el pelo cuando intentaba cruzar la calle. (Siempre es un desafío en Palermo Nails con tantos autos estacionados, encontrar una abertura de más de 10 centímetros entre paragolpes y paragolpes). Luego, la vereda se hizo resbalosa por el flujo constante de líquido y tenía que ver bien dónde pisaba.
¿Por qué tanto afán en limpiar la acera? Además de cobrar las expensas y observar a todos los transeúntes detenidamente (especialmente a las mujeres), la limpieza de la vereda parece ser una de las tareas angulares de esta profesión tan anacrónica como bizarra: la de conserje o encargado. Parece una faena meramente estética, pero sin embargo esta limpieza matutina de la vereda es algo fundamental ya que todos los habitantes de Palermo Nails, además de tener un auto, poseen un perro. ¿Será porque es gente a quien le cuesta vincularse con otros humanos y necesitan a un cuadrúpedo para llenar el hueco emocional? O porque simplemente se copian entre ellos y está bien visto tener a un perro, aunque ese pobre animal vive encerrado en un 3 ambientes. Lo que fuera, tarde o temprano, estos salchichas, labradores, caniche toy, yorkshire, bull dogs francés y galgos tienen que salir a la calle para hacer sus necesidades.
Y ahí entra en escena el encargado, siempre haciendo guardia cerca de la entrada del edificio. “Es terrible. Ni bien salieron a la vereda, ya levantaron la pata”, me cuenta uno. “Lo que pasa es que a algunos perros sólo se los saca por la mañana y la noche, así que imagínate, están con la vejiga que explota. Primero mean, después cagan”.
“Pero bueno”, le contesto, “veo que la mayoría de los paseadores llevan bolsitas” (eso si es amor para un animal, caminar atrás y levantarle la caca).
“Y…“, me contesta, “algunos sí, pero hay unos sinvergüenzas que no”. “A veces salgo por la mañana y ahí está en frente de la escalera del edificio una sorete humeante como un volcán siciliano. ¿Sabés como te pone no?”. “Además”, sigue el encargado, “lo que hacen no es hacer mear el perro en su edificio, sino que caminan cinco metros y hacen mear al perro en el edificio de al lado. Y así… “.
Me acuerdo que la situación en las calles porteñas era mucho peor hace unos 15 años cuando llegué a esta ciudad. Palermo parecía un campo minado y caminar por la vereda era una carrera de obstáculos.
“En esa época hubo un caso, creo que en Rosario o Córdoba” -recuerda el hombre vestido de Ombú- “que había un tipo que cada día hacia mear su perro contra de una columna de la entrada del edificio. No un árbol, no la vereda, no. Siempre contra la misma columna. Orinaba y cagaba. Aquel encargado pedía que dejara de hacer eso. Pero seguía y seguía y algún día mató al tipo de un palazo”.
“Ah”, digo. “Desde entonces se hizo el click”. Y concluyo filosóficamente: “Siempre tiene que haber un muerto para que las cosas cambien…”
“Sí, sí -dice el encargado-, empezaron con las bolsitas, pero bueno, si siguen así … algún día va pasar algo grave acá”, agregra como vaticinando algún desenlace trágico en la vecindad.
“Nos complican la vida. Ahora sólo podemos limpiar los lunes, miércoles y viernes. Para ahorrar agua. Y nos obligan a usar esto”, mientras levanta la mano y me muestra con cara de desprecio la pequeña pistola de plástico. Cuando aprieta el gatillo sale un chorro débil de agua, como un viejo con problemas de próstata.
“Mirá -me dice- haciendo una seña hacia una chica joven que acaba de salir del edificio de al lado con un perro de tamaño mediano. Primero va al árbol en frente. Ahí mea, después camina hasta enfrente de la heladería y hace el dos. Ya la conozco. Cada día es lo mismo” -dice entre dientes-. Está muy cerca de un perrocidio. Me parece ver en sus ojos ese fuego de Travis Bickle, Robert de Niro en Taxi Driver. “Algún día va venir una lluvia torrencial y va lavar toda esta mugre de la calle”.
La figura de conserje porteño tiene un potencial indudable para una gran película argentina de un encargado psicótico que acecha a las inquilinas, entrega a los inquilinos a la policía y tortura a las mascotas en el sótano. El único obstáculo en el camino al éxito de este futuro clásico argentino (con Francella en el rol principal) será contar con el beneplácito y la aprobación del poderoso sindicato de encargados.