¡El avión… el avión!
(Tercera de cinco entregas*)
Nuestro hotel en la isla de Pascua parece un motel de los años setenta en Estados Unidos. Son dos o tres edificios largos con las habitaciones en forma de hilera que por un lado tienen una terraza mínima con vista al océano, y del otro la galería. El hotel está revestido con piedra de laja, lo que en Argentina se llama “estilo Mar del Plata” (aunque no sé si estilo sea el término adecuado) y elementos naturales como madera y caña, especialmente en los muebles.
El hotel-motel tiene una vista espectacular, especialmente desde el desayunador, sobre los acantilados y las rocas volcánicas negras donde las olas salvajes del océano rompen con toda su fuerza. En varios sentidos es un hotel medio pelo. Las canillas del agua no abren bien, está un poco sucio y el personal parece somnoliento, como si hubieran sido picados por el mosquito tsé-tsé. En el lobby, los turistas se han amontonados en los sillones de mimbre bajos e incómodos para engancharse de una débil señal de wi-fi. Además, los anfitriones manejan horarios y tiempos muy raros. Se supone que el prestador de servicios en el turismo se adapta al cliente, que es el turista, pero acá no es así. Aunque al turista europeo y americano –especialmente si es mayor– le gusta cenar temprano, la barra de los tragos apenas abre a las 19 y el restaurante a las 20.
En la mañana, el desayuno se sirve desde las 8 en adelante, ni un minuto antes, como pude experimentar el primer día, cuando me quise adelantar para buscar agua caliente pare el mate. “¡A las ocho, señor!” me regañó un mozo, y cuando quise volver a mi habitación había un perro echado, bloqueando el pasillo, que abrió un ojo y me empezó a gruñir. Me lo había advertido el director comercial de nuestra agencia antes del viaje: “Los pascuenses (sic) son «medio especiales». Hacen los que se les canta. Si algo no les gusta, te hacen un paro, un piquete. O sea, dependes de ellos, y eso complica mucho al turismo. La isla es de ellos y te lo hacen sentir”.
La isla de la fantasía
No sé bien a cuáles hechos el gerente se refería en su momento, pero quizás el mismo pascuense no está muy convencido de si el turismo le trae beneficios o es una especie invasora. La noche de locura anterior, cuando salimos de Santiago, tuve que llenar un documento especial para cada pasajero detallando la edad, número de pasaporte, el hotel en el que se iba a alojar en la isla… Y la aeromoza de Latam que nos atendió gentilmente los revisó todos minuciosamente, de modo que no fue un capricho haberlo llenado, porque sin esos trámites, simplemente no nos hubiesen dejado entrar en Mataveri y pudiéramos haber echado raíces en la pista de aterrizaje hasta que hubiese vuelto el próximo avión a Santiago o a Tahití.
De hecho, hay solo dos rutas acá: Santiago-Isla de Pascua y otra ruta que conecta Santiago con la Polinesia francesa, con una parada en Rapa Nui. Por los disturbios en Santiago todos los vuelos se han atrasado, cambiaron los horarios y todavía no está muy claro cuándo vamos a poder salir de la isla, lo que para mí no sería un problema muy grave.
Ya que nuestro hotel está ubicado entre el alambrado de Mataveri y los acantilados de la costa, tenemos una vista privilegiada sobre el evento del día: el momento en que llega el único avión a la isla. Dicho acontecimiento –ver sobrevolar ese gran pájaro blanco– tiene un alto grado de nostalgia setentera, especialmente en este hotel. Me imagino a Hervé de Villechaize, en su papel de Tattoo en Fantasy Island, el enano más lujurioso de la historia (hasta la aparición de Tyron Lannister), gritando “¡El avión… el avión!” (youtube!), tocando las campanas y corriendo hacia Mataveri para dar la bienvenida a los personajes nuevos que van llegando: rubias misteriosas, millonarios excéntricos, científicos recién divorciados con secretos oscuros. Todos buscando una isla virgen para re-inventarse o re-energizar sus vidas. O escaparse de Interpol.
Cuando cae la noche, camino al centro Hanga Roa, la capital de Rapa Nui, acompañado por dos primas belgas, Renilde y Kristine, que forman parte de mi grupo y conozco de un viaje anterior a la Patagonia. Vamos por el camino de la costa, una vereda que serpentea entre las rocas y el mar salvaje. En frente de nosotros disfrutamos del imponente Océano Pacífico. Está bueno compartir eso con paisanos. El hecho de que provengamos del mismo país plano, gris y lluvioso nos da la misma perspectiva sobre esta vista mágica. Se puede decir que los holandeses también vienen de un país bajo, gris y lluvioso, pero por más que hablemos el mismo idioma, la conexión con un coterráneo belga es diferente. Hay cosas que no tenemos que decir ni explicar. Sacamos unas fotos con la última luz rojiza del atardecer en la espalda y sentimos cómo el viento levanta la humedad del océano.
Banderas negras
En algún momento, la vereda desemboca en algo que asemeja una calle, y pasamos por el puerto de Hanga Roa, que no es mucho más que una guarida del viento, con unos lanchones de pescadores y una barcaza que parece haber cruzado el océano. De hecho, al día siguiente, nuestro guía, Terangi, nos contará que con esta barcaza se traen los autos y camionetas que circulan en la isla. Supongo que estos vehículos, por el traslado riesgoso, deben costar una fortuna. Este viaje debe durar por lo menos diez días y noches hasta llegar a la costa de Chile.
— ¿Cómo hacen cuando hay mal tiempo? — le pregunté a Terangi.
— No, ellos, si no hay un buen pronóstico, no salen.
— ¿Y qué hacen cuando la tormenta los agarra en el medio del océano?
Entonces, Terangi simplemente sonríe como diciendo que estos hombres que viven sobre estas barcazas son hombres de otros tiempos, hombres de verdad.
A la derecha vemos nuestra primera estatua de Rapa Nui, uno de los famosos Moais de piedra volcánica, erigiéndose al lado del mar y supervisando todo. Protector para uno, amenazador para otro. A pesar de la hora, algún que otro pescador está arreglando su lancha. La especialidad de la isla –así escuché de un colega tourleader– es el atún de aleta amarrilla. “Lo podés comer en la parrilla o hecho ceviche. Es riquísimo, pero lo vas a consumir a diario, porque no hay mucho más para comer, así que después de un par de día te vas cansando”.
Ya cayó la noche y mientras buscamos un restaurancito para cenar, pasamos por un hotel con vista al mar delante lo cual se han plantado decenas de banderas negras, hechas con un palo y tela de media sombra. Es un espectáculo raro, hace pensar en un ejército de una película de Kurosawa. Unas pintadas y carteles denuncian una situación irregular o algún conflicto. Es decir, parece que los isleños plantaron estas banderas acá como forma de protesta o duelo por la presencia del hotel, que quizás se construyó sin respetar las normas, aprovechando la vista privilegiada sobre el mar.
Pero la protesta es nada más visual y simbólica. El hotel está intacto –en gran contraste con los destrozos, también de hoteles, que acabo de presenciar en Santiago– y hay gente adentro. Poca gente, pero la hay. Quizás no es casualidad que a unos cincuenta metros haya un destacamento de los carabineros chilenos, evitando cualquier disturbio del orden legal y turístico impuesto por la autoridad tutelar, que es Chile. Pero ya la idea de la isla idílica y la caminata de ensueño por el costado del mar se me rompió. Más allá del conflicto cultural que puede haber entre los originarios y la cultura blanca invasora, me quedo con una sensación aleccionadora, porque pasa la misma mierda en todo el mundo. Venden los mejores lugares en la costa por el vil metal para construir hoteles de lujo.
Finalmente, con Renilde y Kristine encontramos un pequeño restaurante familiar, una cabaña sobre pilotines, conectada con el camino por un puentecito de madera. Es un lugar sin muchas pretensiones, parece un comedor, pero a los tres nos gusta que sea sencillo y limpio. “!Acá está bien!” nos decimos en flamenco. Pedimos un pisco sour, una botella de Carmenère, una ensalada de palta con palmitos y un espectacular ceviche de atún de aleta amarilla.
Los Moais
Cuando llego a las 9.00hrs.en punto al Hyundai County Deluxe minibús –un vehículo setentoso, ideal para safaris por sus ventanas grandes– mis trece pasajeros ya están en su lugar. Los noto claramente ansiosos para salir y conocer lo que va ser el súmmum de este viaje: las misteriosas estatuas de la Isla de Pascua, también conocidas como los moais. Junto al bus está también Terangi, con la misma actitud resuelta y firme de ayer. “Vamos, Tomás, que están todos listos”. Terangi tiene ganas de salir y hacer este paseo, no es como otros guías locales que ya están hastiados del mismo recorrido y dan la vuelta en piloto automático, o tratan de ganar comisiones vendiendo algún espectáculo nocturno. El chófer también es un tipo serio con una misión.
“Hoy primero vamos a visitar Ahu Tahai –dice Terangi con su habitual ahínco–; después seguiremos por la ruta de la costa hacia el sureste y visitaremos el volcán Rano Raraku, que fue la cantera donde hicieron los moais. Luego vamos a almorzar, seguiremos hasta Tongariki y terminaremos en la playa de Anakena”.
Es difícil retener todos los nombres Rapa Nui, ni siquiera empleando reglas mnemotecnias, pero decido ni intentarlo y dejarme llevar por el espectáculo visual. Nuestra visita al parque nacional, que comprende todos los sitios arqueológicos de interés, va a durar dos días en total. Aunque la isla en sí es pequeña y se puede recorrer en un día, hay mucho para ver.
Hemos hecho apenas unos kilómetros cuando llegamos a Tahai, que debe ser el sitio más cercano a Hanga Roa y –como todos los otros sitios– está emplazado sobre la playa. Bajamos todos de la camioneta impresionados. Ya conocemos los moais de fotos y documentales, y tenemos pequeñas réplicas que se venden en todas formas y colores (abrebotellas, ceniceros…) pero ver uno de cerca en la realidad es otra experiencia. Se puede comparar con estar frente a las cataratas de Iguazú o el glaciar Perito Moreno. Las estatuas emanan una energía electrizante. No es solo el lugar casi irreal, el borde de la isla con los acantilados detrás y la inmensidad azul en el fondo, sino también las estatuas mismas, con su semblante poco expresivo, suman al misterio. Justamente por esas caras serias pero neutrales uno no sabe bien qué sentimiento querían inspirar: ¿miedo?, ¿respeto?, ¿seguridad? No son caras reconfortantes o misericordiosas, como lo son los íconos católicos, tampoco son enojados o crueles dioses aztecas. Tienen cara de… nada. ¿Entonces? ¿Cuál era la idea de poner esos moais al borde del mar?
Lo primero que hace Terangi es desmitificar: “No hay tanto misterio sobre el origen de estas estatuas –dice–. Son representaciones de los líderes de los clanes, de la gente importante de las tribus que vivían acá. Era una sociedad bastante jerárquica, entonces hay un aspecto de demostración de poder: los líderes importantes fueron inmortalizados en piedra. Los moais fueron colocados con la espalda hacia el mar y la cara mirando al interior de la isla. Así miraban y protegían a los súbditos”. “¿O sea, no eran guardianes contra invasores externos?”, pregunta un turista. “No, se nota que los Rapa Nui no tenían el concepto de una invasión extranjera porque parecía imposible que alguien llegara hasta acá”.
“El verdadero misterio de Rapa Nui –dice Terangi– no es por qué construyeron esos moais, ni siquiera cómo llegaron hasta el borde del mar –porque se sabe que vienen de unas canteras que vamos a visitar por la tarde–, sino qué pasó con la cultura Rapa Nui, cómo esta cultura desapareció. Sin duda, tiene que ver con un problema de recursos naturales. Algo que nos está pasando en el planeta también. Fue producto de un colapso ecológico”.
Este sitio fue construido hace 700 años y consiste de tres plataformas rellenadas con tierra y piedras que se llaman Ahu, y sobre los cuales están emplazadas las estatuas. Estos Ahu se encuentran desparramados por todo la isla –siempre en la costa– y corresponden a los diferentes líderes de los clanes, algunos más grandes y monumentales que otros. Como si cada tribu hubiera querido demostrar que tenían la estatua más larga que el otro. La historia de la humanidad, pues.
En este sitio de Tahai hay un moai que es diferente de todos los otros en la isla: tiene ojos. “Los ojos de este moai Ahu Ko Te Riku fueron hechos con coral blanco –nos cuenta Terangi–. Se piensa que los otros moais en el resto de la isla también tenían esos ojos, pero durante las guerras internas, cuando se destruyeron y tumbaron muchas estatuas, estos también fueron vandalizadas. De hecho, estos ojos fueron reconstruidos. Muchos de los moais que vemos sobre el Ahu fueron reconstruidos, porque los encontraron tirados en el piso.”
Otro distintivo del Ahu Ko Te Riko es el sombrero rojo –o es un nudo de cabello– que claramente es de otro material que el resto de la estatua, tallada de una piedra volcánica negra. “Eso (el sombrero) se llama Pukao –especifica nuestro guía–, está hecho de una escoria volcánica roja. Se sabe que los estatuas fueron traídas acá ya talladas, pero que el Pukao lo pusieron arriba después”.
Le comento a Terangi que parece más lógico traer un pedazo de roca a la costa y tallarlo acá, en el lugar, que traer la estatua hecha desde la cantera con el riesgo de romperla, pero aparentemente eso es lo que han hecho. La prueba está en la cantera, nuestra próxima parada, así que después de las fotos y selfies obligadas frente de las plataformas de Ahu Tahai, nos subimos de nuevo al Hyundai Coutry Deluxe y vamos hasta el extinto volcán Rano Raraku, la fábrica de los moais.
Rapa Nui ha sido envuelto en varios misterios, acerca del origen de los primeros pobladores, las guerras internas y los emblemáticos moais; como dijo Terangi, existe un amplio consenso en que estos eran representaciones de ancestros casi deificados con superpoderes, que protegían al clan con un poder específico llamado maná y eran venerados en ceremonias que se desarrollaban en los Ahu. La población de la isla estaba dividida en varios clanes. Cada clan controlaba cierta zona costera y los clanes más fuertes ocupaban los lugares más estratégicos. Todo eso se sabe por la tradición oral de los pobladores actuales, que descienden de los Rapa Nui originales. No hay fuentes escritas.
— Encontraron algunos jeroglíficos tallados en piedra — me había contado Luis en el avión — , pero nadie los puede descifrar. Muchos científicos han tratado de develar el código, pero no han podido. Es diferente de los jeroglíficos egipcios, que contaron con la piedra de Rosetta (que tenía la traducción en griego) como clave para empezar a traducir. Aquí no tienen ningún parámetro para arrancar. — Bueno, quizás en el futuro podrán hacerlo… ¿con inteligencia artificial? — pregunté.
— Sí, eso es lo que se dice. Es probable que en algún momento del futuro puedan descifrarlo y terminar de armar el rompecabezas que es Rapa Nui.
*este es la tercera entrega de 5 reportajes sobre la Isla de Pascua, si te perdiste la primera, hacé click acá. Y para la segunda acá.