Capítulo 2. Grandes éxitos del capitalismo (bis)
El sistema se adueñó de la ética laboral
Ya se habló sobre la relación entre la religión protestante, el capitalismo y la ética laboral. Nuestra economía de consumo “monetizó” esta ética laboral y la pervirtió.
La ética laboral tiene un valor universal ya que el trabajo en sí, el hacer, nos hace bien, nos hace sentir realizados. El problema es que el sistema reduce –como reduce todo, porque la reducción simplifica para poder tomar decisiones más rápidas– trabajo a su sentido más estrecho: trabajo útil al sistema.
O sea, trabajar en el jardín propio el fin de semana no es considerado como trabajo en el caso de un abogado, ya que no es remunerado y no crea una plusvalía. De hecho, en su afán de hacer más eficaz el trabajo, se busca la especialización: el abogado va a contratar a un jardinero. Lo que distingue el trabajo de un hobby, según la ideología capitalista, es el sueldo. El sueldo hace parecer más útil al trabajo, aunque trabajar en el propio jardín (a menos que uno se caiga de un peral y se rompa la nuca) puede ser más útil porque es terapéutico, sirve como ejercicio, el resultado estará más cercano a la idea del dueño y estará “hecho con amor”. Pero al sistema le va a resultar más útil el trabajo de jardinería de una empresa profesional porque genera dinero y, por ende, consumo.
Hoy en día se habla mucho de burnout (la covid19 cambió eso en 2020),[1] ya que hay mucha presión sobre la gente para que trabaje y, cuando no trabaja, haga algún deporte o tenga un pasatiempo (y, por supuesto, que sea exitosa en eso también). El sistema nos quiere activos y productivos.
La sociedad capitalista no solo ha creado una riqueza de bienes jamás vista, sino que también ha empujado a todos los actores a esmerarse al máximo. Con el auge de las redes sociales, casi olvidamos que hace poco era casi un acto impúdico venderse a uno mismo, y la misma sociedad se encargaba de decidir el puesto y la jerarquía de las personas. Ahora, cada uno debe salir a la calle, es decir, a Internet, a venderse a sí mismo, como si su profesión fuera cuantificable en la cantidad de dinero que gana o la retribución social que recibe en las redes.
La burguesía desgarró los velos emotivos y sentimentales que envolvían a la familia y puso al desnudo la realidad económica de las relaciones familiares. La burguesía ha demostrado que esos alardes de fuerza bruta de la Edad Media, que los reaccionarios tanto admiran, solo tenían su sustento en la más absoluta vagancia. Hasta que ella no nos lo reveló, no supimos cuánto podía dar de sí el trabajo del hombre.[2]
Se puede decir que hoy la atomización y la precariedad del mercado laboral ha creado millones de pequeños freelancers que ya no trabajan en una fábrica real, sino en una fábrica virtual donde se están “autoexplotando”, siendo sus propios jefes, exigiéndose cada vez más eficiencia.
Pero con eso, a pesar de haber maximizado nuestro rendimiento, aprovechándose de nuestras ganas innatas de hacer, de nuestra creatividad, el sistema nos ha exprimido y, al haber monetizado el acto de crear, le ha quitado el placer que debería implicar. La presión que siente uno para producir o salir a trabajar no es “porque lo hace con gusto”. Muchos asalariados son motivados por el miedo: miedo de perder ese trabajo, miedo de quedarse sin ingresos y no poder pagar las cuotas. El sistema, mientras tanto, nos comunica que hay desempleo, escasez de trabajo. Y que hay competencia: hay otros que nos están soplando en la nuca. Sin embargo, para saciar su necesidad de crear, de estar activo, uno podría estar haciendo cualquier cosa: lavar platos, pintar un cuadro, organizar un archivo de fotos históricas, sacar una secuencia de ADN en un laboratorio… Trabajo en realidad nunca falta. El valor del trabajo, la ética laboral, debería depender de un valor intrínseco ligado a la calidad objetiva del producto o resultado y a la satisfacción personal del creador de realizarlo. Y ese trabajo no debería ser depredador de los recursos.
Todo eso nos remite a lo que decían los indios bribri, referido al principio de este ensayo: el hombre occidental es como una hormiga cortapasto; trabaja de sol a sol, pero en su afán destruye todo en su camino.
El sistema capitalista-consumista ha reducido, abstraído y cosificado nuestro entorno. Un bosque de árboles se ha vuelto “una explotación maderera” o, en el mejor de los casos, “un destino turístico”. Todo tiene que tener utilidad en un sistema de consumo. Si el hombre dio un nombra a todas las cosas, podemos afirmar que a todas esas mismas cosas el capitalismo les puso una etiqueta de precio.
Al monetizar todo, se pone un valor superficial pero evidente para apreciar el valor intrínseco de los trabajos. No se puede cuantificar lo que hizo por la humanidad Jimmy Wales, el fundador de Wikipedia, quien tiene apenas un millón de dólares en su cuenta, mientras que Larry Page y Sergey Brin, los fundadores de Google, que brinda un servicio parecido, tienen combinados una fortuna de 126.000 millones de dólares. Con este ejemplo quiero demostrar que en nuestra sociedad hay una brecha entre el valor intrínseco de un trabajo y el valor en retribución monetaria.
Pero como los medios informativos ponen solo énfasis en el segundo tipo de valor, dividiendo a la sociedad entre ganadores y perdedores, uno se siente obligado a prenderse en esta carrera para ver qué puesto ocupa en la lista de Forbes de la humanidad. Un médico del primer mundo, por ejemplo, va a sentir la presión social para esmerarse y hacer carrera en su especialidad, en lugar de embarcarse a trabajar en Médicos Sin Fronteras. Tiene que ser una persona muy fuerte aquella que pueda elegir un oficio que solo le dará lo suficiente para vivir y disfrutar de lo que devuelve su trabajo o del aprecio de la gente.
En épocas pasadas, disponer de tanta abundancia al lado de millones que no tienen nada habría generado vergüenza o pudor. La falta de estos sentimientos hoy en día se justifica por un mensaje subliminal dentro del capitalismo: “greed is good”, ‘la codicia es buena’. Porque el deseo de ser rico es el combustible del motor económico mundial, ese mecanismo descrito por Adam Smith.
El “deseo de trabajar” se ha igualado con el “deseo de hacer dinero”. La cantidad de dinero que uno posee es en la ideología capitalista la clara muestra del “pensamiento positivo”, la “creatividad” y la “ética laboral” del Homo faber. No importa si alguien hizo una invención genial o si es un oportunista que logró patentar la idea de otro y hacerse millonario, va a tener nuestro respeto de igual modo por la cantidad de ceros en su cuenta. Total, los detalles solo los conocen los íntimos.
La fortuna personal es una apreciación muy reducida de la realidad, pero es una apreciación muy fácil de cuantificar. Es como un partido de fútbol: todos los que tuvimos la suerte de ver al equipo de Brasil en el Mundial de 1982 estamos convencidos de que jugaron el fútbol más espléndido; pero fue Italia la que se coronó campeón mundial. Porque hizo más goles.
La codicia y el egoísmo se disfrazan como valores positivos
Si la codicia fue considerada uno de los siete pecados capitales en el Medioevo, ahora, después de la revolución capitalista, es considerada una virtud.
La prensa resalta las fortunas de los millonarios que se enriquecieron en la nueva economía; claramente, lo hicieron “por el bien de la humanidad”, porque nos trajeron la innovación gracias a la cual estamos evolucionando y avanzando. No pone la lupa en los abusos de estos millonarios, cómo hicieron su fortuna pagando miserias a sus trabajadores asalariados o evadiendo impuestos,[3] ni en la huella ecológica nefasta que dejaron en el ambiente, porque el afán de ganar dinero es un valor que –según la ideología imperante– debería ser replicado y copiado por todos los miniempresarios ambiciosos. Son ejemplos y tapas de revista.
La codicia puede considerarse como un instinto, algo animal, sin duda relacionado con la búsqueda de poder sobre otros miembros en una sociedad (en nuestro caso, una sociedad materialista), pero cuando se presenta en los medios como un anhelo justo, como una fuerza positiva y benigna, es por referencia al postulado de Adam Smith de acuerdo con el cual el mecanismo de oferta y demanda logra una mejor asignación de recursos. Pero postular que la búsqueda exclusiva del interés propio, sin mirar los efectos sobre el resto de la sociedad o el ambiente, parece una burda parodia.[4]
Pensemos nuevamente en el escenario del mercado de frutas y verduras: la dueña del puesto 27, para dar un ejemplo, tiene los mejores productos, los mejores precios y el mayor número de compradores en todo el mercado, y ya ha alcanzado cierto nivel de vida con el que se puede contentar, pero es más probable que la codicia la lleve más lejos y la induzca a crecer más de lo necesario, aunque esa codicia no se va a presentar tal como es (puramente, un materialismo egoísta), sino que se va a traducir como una faceta de la ética laboral.
“No nos queda otra que trabajar”, se quejará la empresaria del mercado, mientras compra otros puestos del mercado y diversifica el negocio embarcándose en el rubro de transporte y distribución. Se presenta como víctima, mientras silenciosamente disfruta juntar billetes.
La codicia, aunque sea presentada por economistas como una decisión racional y sana para mejorar nuestra economía y la economía en general, tiene un origen mucho más salvaje, dentro de lo más primitivo del humano.
Ahora somos la especie más exitosa de la Tierra (con 8 billones, oficialmente, ya somos plaga), pero no dejamos de ser primates, aunque las religiones del mundo nos quieran convencer de lo contrario y nos enseñen que no somos animales, sino unos semidioses a quienes les dieron el mundo en concesión, los granjeros de la granja. Definitivamente, por más progreso material que hayamos conseguido, nuestras primeras preocupaciones siempre estarán motivadas por conseguir comida, abrigo, procrear y pelearnos por un escalón en la jerarquía de la sociedad.[5]
Por supuesto, nosotros buscamos otras formas aparentemente más pacíficas para lograr cierta posición en la sociedad. Nos armamos un currículum vítae o estudiamos y obtenemos una maestría. O entrenamos para un triatlón. En sí, no hay nada malo en el hecho de que nuestros instintos y motivaciones sean salvajes; lo malo es no reconocerlo y pretendernos seres racionales.
El problema con eso es que nuestra búsqueda de aprobación social pasa por la ostentación de bienes y el materialismo. Si en ciertas culturas antiguas la posición de mando se notaba por unas cintas de colores en un bastón, parecidas a las franjas en el uniforme de un militar o un piloto, en nuestra cultura se demuestra una posición ascendente en la sociedad manejando un nuevo modelo de Mercedes Benz.[6]
El capitalismo ha sido muy exitoso en explotar esa vena animal, a pesar de que nosotros no lo reconozcamos y nos consideremos seres racionales. Pero, a diferencia de lo que ocurre en la organización social de un grupo de animales, lo que hace el capitalismo es apostar por el individualismo para aumentar su base de clientes-consumidores en vez de armar una sociedad más colectiva y solidaria, con mucho espacio público.
La contracara de ese individualismo sagrado es una alienación y depresión de los que no son considerados (o no se consideran a sí mismos) exitosos. Hay una presión infernal sobre los individuos para que desarrollen su potencial, hay prisa por lograr este objetivo, hay miedo a no ser porque, si no desarrolla su potencial, el individuo piensa que no existe, que es un “perdedor”, que su vida no tiene sentido.
[1] Hoy en día se puso de moda el concepto de niksen (vocablo neerlandés para “no hacer nada”); ante los burnouts y el constante estímulo de los aparatos electrónicos, que demanda nuestra atención, se está revalidando el concepto de “dejar la mente y el cuerpo en paz” por un rato.
[2] Marx y Engels, Manifiesto comunista, ob. cit., pp. 14 y 15.
[3] Los multimillonarios de EE. UU. pagaron poco o nada por impuestos federales a la renta, según un informe de The New York Times del 10 de junio de 2021: https://www.nytimes.com/es/2021/06/10/espanol/impuestos-millonarios.html.
[4] Adam Smith, “el padre del liberalismo económico”, hablaba de la mano invisible refiriéndose a los individuos que, tomando decisiones en su propio interés, benefician a la economía en general, pero el sistema económico imperante ha elevado esa observación de Smith a un nivel moral, como si el egoísmo fuese algo moralmente deseable.
[5] Eso es muy común en todas las especies: los guanacos antes mencionados, por ejemplo, funcionan socialmente con un macho alfa encargado de una manada de hembras y chulengos (los guanacos jóvenes), mientras que otros machos más jóvenes tratan de disputarle el lugar. Esto, en la época de apareamiento, da lugar a fuertes peleas y persecuciones, que a veces terminan en accidentes de tráfico cuando cruzan la carretera. Las peleas son tan fuertes que un macho puede tratar de herir al otro mordiéndole los testículos, y a veces lo hiere de muerte.
[6] En un país productor de granos como Argentina, el costo de un Mercedes es equivalente a 200 toneladas de trigo. Argentina, entonces, intercambia una “lata” para que se transporte una persona por lo que consumen en calorías 1400 personas en todo un año.