Capítulo 3. Las contradicciones del capitalismo
A pesar de su éxito como sistema para lograr crecimiento económico (una mayor oferta de productos y servicios), queda claro que el capitalismo-consumismo es un sistema nefasto en muchos sentidos. Vamos a analizar algunos mitos y verdades, como es la necesidad de seguir creciendo o la idea de que la tierra pertenece a los humanos. El capitalismo justifica el crecimiento económico por el crecimiento demográfico desbocado
A pesar de que la naturaleza está dando señales inequívocas de que estamos al borde del colapso y la prensa y las redes sociales finalmente se están haciendo eco de esta situación, la economía sigue su propio curso como si no tuviese nada que ver, sugiriendo que esto es un problema político, de mitigación. Este es un pensamiento socialdemócrata típico: “Dejemos que el capitalismo sea el motor de la economía porque es el motor más potente y eficaz y tratemos de que los gobiernos después emitan sus leyes para compensar los daños y equilibrar las diferencias sociales”. Las bases de la economía capitalista ni siquiera se cuestionan, porque no queda claro si hay una alternativa viable. La izquierda tradicional ha dejado de formular esa pregunta.
Para los economistas de Occidente, el crecimiento económico es un mantra, y ese crecimiento significa un aumento permanente de servicios y productos, sin especificarse la calidad del crecimiento. Si mañana compramos un Papa Noel de plástico en Amazon, que llega desde China a través de California en un barco carguero y luego en un vuelo especial de DHL, y la semana que viene (después de Navidad) lo tiramos a la basura (porque el mecanismo se rompió), para los economistas ha sido algo positivo porque la “economía” se benefició. Es decir, la economía mundial no va dirigida a ningún lado, es como un robot de una fábrica que ha perdido el control y no para de producir, agotando todo tipo de recursos. “Laissez faire, laissez passer”[1] en su sentido más estricto.
El naturalista David Attenborough dio en el clavo cuando dijo: “Vivimos en un ambiente limitado, el planeta, y todo el que piense que puede haber un crecimiento ilimitado en un ambiente limitado es un loco o un economista”.[2]
La obsesión absurda de los economistas, su primera preocupación por que [apo1] la economía “crezca” (no que los servicios o productos mejoren en calidad, sino que haya más oferta de todo) tiene que ver con una desconfianza hacia todo lo que se vincule con la economía de planificación y una fe ingenua en que el mercado proveerá todo lo necesario… En realidad provee mucho más de lo necesario, ya que la máquina consumista tiene que vender lo más que pueda. Para los economistas liberales, el Papa Noel antes mencionado o el aparato para adelgazar que se vende en las horas nocturnas de la tele son productos necesarios para la humanidad.[3]
La economía capitalista-consumista solo tiene un límite: lo que es tecnológicamente posible producir y vender… se va a producir y vender.
La justificación de la obsesión de los economistas con el crecimiento permanente es el crecimiento demográfico. Se da por sentado que la curva demográfica no dejará de crecer y que la economía tiene que seguir el paso para dar de comer a las bocas nuevas. Con eso se justifica que la frontera agrícola avance continuamente.[4]
En la filosofía liberal, no es tarea de los economistas frenar el crecimiento de la población; este crecimiento es considerado como una realidad, como las estaciones del año, el sol y la lluvia.
El problema es que el capitalismo –como sistema para producir productos y servicios eficazmente– va de la mano con el crecimiento demográfico, en un círculo vicioso. El capitalismo se expande, aprovechando el crecimiento poblacional para vender más productos y servicios. Y a la vez, como es creador de riqueza, el capitalismo facilita el crecimiento demográfico.
¿La naturaleza tiene dueño?
La voracidad del capitalismo con respecto a los recursos naturales surge de un axioma, un supuesto nunca comprobado: que la naturaleza es un producto del cual podemos libremente disponer, incluyendo las tierras, los bosques, las montañas, los mares, el subsuelo y los animales. Utilizamos el agua y el viento para generar electricidad; el petróleo, para movernos; vaciamos los mares con buques factoría de los que salen los peces empacados y congelados en cajas.
Encontramos perfectamente normal que para satisfacer nuestra necesidad de aluminio se abra una mina de bauxita en medio de la jungla de Surinam, uno de los últimos refugios de anfibios, aves y felinos sudamericanos, y después llevamos esa bauxita a un puerto en el Atlántico Sur, cerca de un santuario de ballenas, para transformarla en aluminio en un proceso que traga millones de megavatios de electricidad, generados por una represa que cambia el curso de un río en los Andes.
Para poder alimentar la máquina voraz de consumo y producción se necesita de este axioma no comprobado ni democráticamente establecido: que los recursos naturales están a la libre disposición de quien los quiera utilizar. Ese “derecho a la explotación indiscriminada de los recursos” está ligado al carácter absoluto que le atribuimos a la propiedad. Un concepto de propiedad con derechos, pero sin obligaciones.[5]
¿Por qué seguimos con la rueda?
El consumismo es la gasolina del motor del capitalismo. Más ventas significa más producción y más ganancias. La combinación de crecimiento demográfico y una sociedad consumista ilimitada (sin economía circular) lleva necesariamente a un grave deterioro del ambiente. Entonces, si estamos viendo el daño ambiental, ¿por qué seguimos consumiendo?
En parte, por una razón egoísta: total, que otros paguen el pato ambiental (viviendo a la orilla de un río contaminado, por ejemplo). Y también porque los medios nos empujan al consumo. Algunas personas más que otras tendrán la fuerza para resistirse a consumir y para contaminar lo menos posible, pero no es fácil salir de la rueda. Porque es precisamente lo que hace el sistema: cierra los caminos alternativos. Veamos el caso del transporte: si el gobierno no hace buenas bicisendas, si no hay un transporte público de calidad y no hay buses escolares seguros, la gente de clase media que tenga suficiente poder adquisitivo va a comprar un automóvil para transportarse.[6]
El capitalismo se presenta como un férreo defensor de la libertad humana… pero solo la libertad para consumir. Otra gran carta a favor del capitalismo, especialmente si se lo compara con las economías socialistas de planificación, es la libertad individual, quizás el bien más preciado de la humanidad.
En nuestro sistema capitalista de consumo nadie nos prescribe en qué tenemos que trabajar, a qué hora, dónde tenemos que vivir, a qué nos tenemos que dedicar. En teoría,[7] hay cierta libertad y eso es un gran argumento para esgrimir contra cualquier intervención del Estado.
Sin embargo, es una libertad engañosa porque, como todo se ha convertido en mercancía (no hace mucho el agua dulce empezó a cotizar en Wall Street), la única libertad que tenemos es la libertad de consumir; la opción de no hacer nada no está en carpeta.
Ya no podemos vivir “en la absoluta vagancia de la Edad Media”, para citar a Marx y Engels. Ya no podemos salir a cazar ni plantar en cualquier lado porque hay límites a la propiedad y al uso de arco, flecha y armas de fuego. Sí tenemos derecho a elegir en cuál restaurante de comida rápida vamos a comer una pizza o hamburguesa. Esa es la libertad que ofrece el capitalismo.
En los hechos, ya no existe libertad real, porque el hombre y la mujer están obligados a pagar facturas de todo tipo. El capitalismo no solo convierte todo en mercancía, también va reduciendo las alternativas. Así que a pesar de que parece que el nivel de vida de la gente aumenta, que cada vez hay más riqueza, también hay un crecimiento de la pobreza relativa. Al crear ganadores, el sistema crea perdedores, pero además cierra caminos, especialmente en el ámbito del espacio público, cada vez más privatizado.
El capitalismo crea una pobreza relativa
Tomemos como ejemplo un pueblito en el norte argentino y un pastor de llamas. Hace medio siglo, este jujeño vivía en su mundo tradicional. Salía de su casa con sus llamas y las pastoreaba en la ladera de la montaña, pueblo arriba. Las llamas tomaban agua de un río o un manantial y el pastor también. Al atardecer tocaba la quena. Pero su vida tampoco estaba exenta de preocupaciones. Quizás estuviera inmerso en una gran ignorancia; dependía del chamán del pueblo, no tenía conceptos de higiene o anticonceptivos, quizás se le moría un hijo pequeño por diarrea.
Luego, en los años setenta del siglo pasado, llegó al pueblo una empresa multinacional de gaseosas (claro, primero en envases de vidrio) y, como todos querían probar esta maravilla, el pastorcito también y, aunque era caro, se hizo una costumbre comprar una gaseosa y un paquete de papas fritas. Para sus gustitos pronto tuvo que vender una llama. Vendió otras llamas para comprarse una televisión plasma para su choza y un par más para la antena. Las últimas llamas las vendió para comprar un celular y un equipo de sonido; chau a “la humahuaqueña”[8]. Dejó de trabajar como pastor y entró en una minera canadiense, cuyo sueldo le permitió cambiar la choza de barro y techo de paja por una casa de ladrillo con techo de chapas de aluminio. El progreso, pues. Este pastor ya no es pobre, es “relativamente” rico, ya pertenece a la clase media baja. Pero el día que se sube al cerro con sus hijos para mostrarles qué linda vista hay sobre el pueblo, donde pastoreaban sus llamas, ya no encuentra el arroyo. Este se ha desviado de su cauce porque el agua la está utilizando la sedienta minera. Y el hilito de agua que quedó está altamente contaminado con cianuro.
Así que les dice a sus hijos que no beban el agua. Bajan de nuevo al pueblo y van a la despensa a comprar una gaseosa para los chicos y un litro de agua, de una marca que también pertenece a la misma empresa de gaseosas. La única agua que se puede beber ahora en el pueblo es agua traída en vidrio o botellones desde la capital provincial en camiones. Entonces no solo se introdujo un artículo nuevo en el pueblo –irónicamente, utilizando el nombre de un producto milenario de la zona, la hoja de coca–, sino que también se le recortaron las alternativas. Agua para tomar hay, aunque cuesta muy cara y antes era gratis.
Cuando tiene que hacer un trámite en la capital de la provincia, tiene que pagar un boleto de autobús, que le cuesta muy caro porque el último gobierno privatizó la red ferroviaria y la minera se quedó con la concesión de las vías, que utiliza exclusivamente para carga. Están las empresas de larga distancia de bus, con coches lujosos pero onerosos; ponen el precio que quieren porque forman un monopolio, cuyo dueño es el yerno del gobernador.
Más allá de cierta evocación romántica o bucólica de la vida pastoril, quise demostrar que en este pueblo jujeñola modernidad, si bien trajo cierto bienestar y avances materiales, también fue cortando y bloqueando alternativas.
Claro, avances tecnológicos siempre va a haber y no necesariamente es algo negativo: aunque los celulares han significado el fin de las cabinas públicas de teléfono (porque se supone que todo el mundo, también los ancianos, tienen un smartphone), nadie puede discutir que la comunicación ha mejorado.
Pero lo que hace el sistema capitalista es presentar un producto, limitando y recortando las alternativas, obligando así a consumir ese producto. Cuando llega la modernidad, se liquidan las alternativas anteriores, por “primitivas” que fueran, y la gente se va empobreciendo relativamente porque, aunque nunca fue rica, está entregando calidad de vida.
Esto es un fenómeno que se ve mucho en los países del sur que están “en vías de desarrollo”.
Así, la mayoría de los habitantes en las villas miseria que colindan las megalópolis en América Latina carecen de servicios básicos como agua, cloacas, salud o educación, pero sí tienen teléfonos celulares y en muchos casos televisión por cable. El Estado no está presente, por lo menos no de la misma manera que en otros barrios, y no cumple con su función,[9] pero por otro lado las empresas privadas sí tienen cautivos a los habitantes de estas villas como clientes.
El mundo termina siendo un gran supermercado
Otra cara de la libertad trunca es que el sistema consumista nos vende cosas que no necesitamos. A través de la publicidad, crea demandas artificiales, bajo la excusa de ofrecer una variedad de productos que supuestamente cubren una necesidad individual, ya que cada individuo debe tener un producto hecho a su medida.
El sistema capitalista-consumista no generalos productos que la gente pide y necesita, provee los productos que el sistema necesita vender. Y como el capitalismo-consumismo, en cuanto filosofía, está enfocado en productos, la naturaleza no es nada más que una enorme reserva de materias primas, y el sistema promueve entonces la urbanización (rutas, ciudades, edificios, shopping centers) para que su base de clientes pueda acceder más fácil y rápidamente a sus productos. Además del crecimiento de la desigualdad social, las urbes se vuelven cada vez más grandes y se nota un despoblamiento de las provincias del interior.
Esto ha aumentado la pobreza relativa de la gente, con una gran porción de la sociedad marginada de los beneficios del mundo moderno. Esta pobreza relativa pone en duda el concepto de libertad, porque para los que se encuentran en los estratos económicos más bajos el abanico de libertades es muy reducido. En teoría, pueden elegir si van de vacaciones a Miami o Europa, pero en realidad no van a ir a ningún lado.
Sin embargo, la sociedad capitalista-consumista se presenta como una sociedad donde todo es posible para todos, mientras trabajen lo suficiente. También se presenta ante todo como sociedad “libre”, pero esa libertad está enfocada en el santificado “libre intercambio de bienes y servicios” como gran faro de la civilización. La libertad de comerciar se presenta como “un estado natural del hombre” donde se genera un intercambio espontáneo con el prójimo.
Un Estado capitalista-consumista no es “un estado natural”, es un sistema político-financiero que necesita una comisión de valores, escribanos, sociedades con reuniones anuales de accionistas, bancos, propiedad industrial y diarios financieros… Es algo que se construye y se mantiene.[10]
[1] “Dejen hacer, dejen pasar” en francés, lema del liberalismo contra la intervención del Estado en la economía.
[2] Attenborough pronunció el discurso del que se extrajo este pasaje en la Royal Geographical Society (Sociedad Real Geográfica) en Londres el 15 de octubre de 2013. Se refirió inequívocamente al crecimiento demográfico: “Tengo pocas dudas de que si tenemos la capacidad de limitar el crecimiento poblacional, tendríamos que considerarlo”.
[3] ¿Se ponen de moda los viajes a la Antártida? Entonces construyamos cruceros del tamaño de una ciudad flotante; los llenamos de turistas y los propulsamos por motores de gasoil gigantes para ir a ver de cerca cómo los glaciares se están derritiendo.
[4] Tal como los campos de soja que van arrasando a selva originaria en Sudamérica. Paraguay, por ejemplo, se ha quedado sin árboles en un par de décadas. Todo el país fue devastado por la agroindustria, ganadería y soja, proveniente en su mayoría de Brasil.
[5] Los economistas se siguen manejando con un concepto del mundo del siglo XVI, la época de las grandes exploraciones y cartógrafos, cuando el mundo era visto como algo incalculable y de recursos infinitos.
[6] Los políticos por lo general no se trasladan en transporte público o en bicicleta, menos en Sudamérica (hay excepciones, como el ex alcalde de Bogotá Antanas Mockus, que andaba en bicicleta, o el ex arzobispo argentino Bergoglio, ahora papa Francisco I, que se movía en subterráneo); entonces también ven el transporte en auto como lo más “natural”.
[7] Digo “en teoría”, porque la necesidad inmediata de ganar dinero y pagar cuentas cierra muchos caminos interesantes.
[8] Una canción tradicional del noroeste argentino.
[9] Obviamente también hay una cuestión que observar: estos barrios muchas veces son construidos sobre terrenos ocupados y usurpados al Estado (como terrenos aledaños a una vía de ferrocarril), sin títulos de propiedad, lo que complica la intervención del Estado.
[10] Claro, por intereses fuertes creados por grupos económicos poderosos.